lunes, 5 de enero de 2015

Tras la puerta del olvido

(San Antonio, invierno de 2011)

Al frente, una maravillosa vista del colorido puerto de San Antonio. El cielo calipso sobre la línea del horizonte que lo separa del mar, azuloso, tranquilo. Como pompas, ciertas nubecillas surgen a modo de pinceladas en el biombo nítido. Más abajo, el arco iris de botes, lanchas, lanchones y buques se mueve en armonía con las ondas marinas.
La mirada se deja asir por el espectáculo de la realidad. La luz se refleja en la ciudad puerto. Así se ve el mundo desde la Subida 21 de Mayo.
Pero a mi espalda, justo al otro lado de la calle adelgazada por violentos terremotos, la luz parece no llegar.
Hay una precaria puerta de madera, sobrepuesta dentro de un marco hechizo. Es la única barrera que separa al hermoso día de un gélido, húmedo y oscuro sucucho de piedra.
Al frente, una maravillosa vista...
Fue durante años el garaje de un vehículo, allí, en 21 de Mayo, cerquita de la clínica San Julián.
Desde el interior se escuchan quejidos y una gruesa tos. Al acercarse a intentar mirar por las rendijas de la mohosa puerta, sólo se ve oscuridad y se huele un intenso olor a alcohol, humedad y parafina.
Toco insistentemente la puerta. “¡Ya!”, dice alguien desde adentro. La puerta empieza a moverse. No tiene goznes, bisagras. Rayos de sol invadieron el pequeño espacio –cinco por cuatro metros, no más- Un niño tartamudo nos recibe y dice que hace frío.
Un mueble viejo, una malla de limones, una botella de plástico con casi nada de vino malo, otra de vidrio, más pequeña con bencina. Agua sobre un piso de cemento y musgo. Humedad. Frío. Al fondo dos colchonetas. El niño tartamudo se abriga en una de ellas, con harapos y delgadas mantas. Tose como un perro. Al lado, sobre la colchoneta más grande, permanecen acostados otros niños. Son tres, uno es más bien adolescente. Están desnudos bajo las frazadas e insisten en que tienen frío.
Dos de los cuatro tienen catorce años. Otro tiene quince y el cuarto 19.
Son cerca de las 12 horas y pese a que afuera el sol de invierno tiende a entibiar el cuerpo, adentro del sucucho de piedra el frío parece estar impregnado en las cosas.
Uno de los menores no da la cara y esboza un par de groserías escondido entre los andrajos. El mayor reconoce que delinque para sobrevivir. “Puros hurtos, no más”, dice.
Afuera, el día sigue abriéndose, generoso, ante la rutina. Nadie percibe que tras la puerta de madera hay un niño de catorce años en el más absoluto abandono. “Mi mamá está muerta; mi papá está preso y mi hermano también. Yo vivo en la calle; me salgo a salvar”, dice.
Todos hablan de abandono, de fugas desde hogares y centros de menores, de eternos deambulares por calles, callejones, construcciones abandonadas.
Ya no saben mirar hacia la luz. Lo único que piden es nylon para tapar las filtraciones de agua y aislar un poco el frío en el desolador cubículo en el que pernoctan. Si hay pan, mejor aún; ya es hora de almorzar, pero sus cuerpos prefieren permanecer, tullidos, bajo la andrajosa indiferencia del olvido.

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