El frío de estos días. La
nieve en El Roble y La Campana. Ayer caminé un rato. Salí a comprar dos
zanahorias, un litro de aceite y un kilo de azúcar. Fui al almacén del paradero
7. Me costó caminar. Seguro, por el hielo que se respira y que parece colarse
por los poros y congelar hasta los nervios. El frío adormece. Hablo por mí, en
todo caso, un pensionado de cuarenta años, con ganas de jugar tenis con algún
supuesto partner. Tengo dos raquetas casi nuevas, haciendo gimnasia, colgando
de un clavo en la pared. Una es marca Wilson y la otra Babolat. Por el canal de cable
Espn vi varios de los partidos de Roland Garros, tapado con un plumón hasta la
nariz, intentando acomodarme en mi cama, con la cabeza sobre tres almohadas y
un cojín para el cuello. Quedé embalado, rayando con el polvo de ladrillo. Los
franceses son lejos los más elegantes. Rafael Nadal ganó otra vez el torneo. Con ésta, son once las veces que ha
ganado el campeonato el español. Harto ¿no?
El que la supo hacer, eso
sí, fue Pizzi. No creo que en Arabia Saudita la paga sea mala. Y acá en Chile la
cortó con cincel y la "inversión" ni siquiera sirvió para que la
selección chilena de fútbol clasificara al Mundial. Pero el que ya se pasó, pero
es que se contrarrequetepasó, fue el cabro que mató a la suegra y la polola con
un cuchillo carnicero en Maipú, porque la jovencita le dio filo. Y qué decir
del cliente iracundo de una ferretería que mató por error a otro, al lanzar,
con desenfrenada violencia hacia el interior del local, una pesada llave
francesa de acero. La herramienta, que minutos antes había comprado en la
tienda, se estrelló de lleno en la cabeza del infortunado, le partió el cráneo
y le provocó la muerte. Así de frío el hecho. Tan frío como Siberia. Me acuerdo
de Miguel Strogoff y me dan ganas de seguir leyendo "Las noches blancas"
de Fiodor Dostoievski, que dejé de lado para meterme por segunda vez en "La
insoportable levedad del ser" de Milan Kundera, lectura que también
abandoné, sin remordimientos y pese a que no más de cincuenta páginas me
separaban del final, para volver a una setentera edición de "Lo mejor de
Sherlock Holmes" y gozar del genio literario de Conan Doyle, o leer de
cuajo "Esto no es el paraíso" del "Paco" Rivano, las
últimas columnas de Marcelo Mellado en el The Clinic, los apuntes que el Che
Guevara dejó sobre la guerrilla en la Sierra Maestra, "El héroe de las
mujeres" de Adolfo Bioy Casares o algún cuento de Julio Cortázar.
Empezó el Mundial de Rusia
y no logro concluir las lecturas. También tengo a medio terminar "Ideario y ruta de la emancipación chilena" de Jaime Eyzaguirre. Le echo la culpa a la levodopa más carbidopa,
pramipexol monohidrato clorhidrato, rasagilina, sertralina, amantadina
clorhidrato, omeprazol y un homeopático para inducir el sueño o calmar las
pasiones que atormentan o trastornan el necesario descanso. Algo de placebo no
es malo, me dijo una de las neurólogas presentes en mi último control en el
Centro de Estudios de Trastornos del Movimiento, en Santiago.
De qué escribir. Cuál es
el tema. Me refiero al gran tema. Me quedo mudo en esa búsqueda y le hallo razón
a Armando Uribe, cuando en el documental "Señales de ruta", de Tevo
Díaz, dice que el poeta "Juan Luis Martínez no quería escribir". Por
eso lo del pastiche. Por eso los parches, las citas, el lenguaje icónico, los
objetos como entidad expresiva. Por eso el Quebrantahuesos de Parra, Lihn, Jodorowsky y compañía limitada. Por eso David Lynch hace aparecer lo siniestro desde lo
cotidiano. Por eso se acabaron las revoluciones, porque
asistimos a una explosión atómica del conocimiento, a una nueva y
fantasmagórica semántica binaria exponencial, en la que no solo basta con una
actitud dadaísta o aferrarse al automatismo síquico. No solo se trata de dejarse caer
hacia la muerte y la nada o hundirse en el fondo del océano del caos perfecto
infinito.
Pienso en la hermenéutica,
en el fin de la Historia, en los dobles de Donald Trump y Kim Jon Un, en el
puerto de San Antonio, en "La ciudad que no es" del poeta Roberto
Bescós y en la película "Tan lejos, tan cerca" de Wim Wenders. Tengo
la impresión de que vivimos los tiempos del contenedor. Todo contiene a todo.
Nada es manifiesto. Ya se quisiera Stalin la uniformidad de la clase media
aspiracional ordinaria de los países capitalistas. Desaparecieron el honor y las
golondrinas volando a ras de calle. Estamos masticando el vacío. La memoria
humana se trasvasija a diminutos dispositivos físicos o metafóricas nubes intangibles.
Marcelito, mi sobrino de
cuatro años, me jura que no fue él quien averió la aguja del tocadiscos IRT que
le compré a Lisselotte, una amiga escritora, cuando reunía el dinero para
costear su viaje a la India en busca de insumos literarios. Y ahora yo no puedo
escuchar el vinilo de boleros de Rosamel Araya, cantante sanantonino, de
Barrancas, que triunfó en Argentina como ningún otro chileno, superando en
ventas incluso a Antonio Prieto. Es una edición de lujo que compré en una
tiendita de antigüedades de Buenos Aires, en la que Rosamel se hace acompañar
por el trío de voces y guitarras Los Antonios. En la casa de al lado un perro
Akita ladra. Miro por la ventana y veo los gajos arrugados de un racimo de uva
rosada, que aún pende del parrón y asoma
sobre el muro de ladrillos. Y sigo mudo. Nihilismo, diría mi amigo, el pintor
Claudio Douzet, a quien le preparo un catálogo, ensayando ciertos dotes de
curador que presumo tener.
Podría hablar sobre la
sequía y el drama de Petorca. Se deshidrata todo un territorio y con
él su familia campesina y dentro del mismo lugar hay vastedad de zonas verdes,
con ingentes paños de tierra atestados de paltos repletos de paltas que
terminan en las mesas de los japoneses, los paladares del rasquerío
estadounidense o los supermercados europeos. Podría escribir algo sobre esa
injusticia, pero mi vecino, el del perro Akita, me pasa por arriba de la
pandereta un saco lleno de paltas negras de la cruz de regalo. Este año el árbol dio demasiado,
me cuenta. Mi mamá se dio el trabajo de envolver cada una de las paltas con
papel de diario. Maduran más rápido, me dice. Yo, mientras tanto, le imprimiré
personajes de Ben 10 para colorear al pequeño Marcelito. Otro femicidio en
televisión. Se acabó el gas del calefón. Tengo ganas de ver una película de
guerra o Futurama.
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