Amigo.
Prefiero llamarte así, a objeto de llamar tu atención y en el mejor de los
casos, para mí, capturar tu interés para que sigas esta narración. Podría haber
iniciado con un “¡hey!” o con un “¡oye!”. Tal vez no haber citado sujeto alguno
y haberte ametrallado a frases cortas, sin aliento, como en benji oleoducto
abajo. Pero lo tácito tiene la apariencia de algo neutral, y lo neutral es tan ambiguo
como egoísta. Esconderte a ti, interlocutor -en este caso lector-, no
enunciarte de manera alguna, no mencionarte siquiera como ente genérico, te
libra del rol, la función o el deber ser del receptor, una de las piezas
primarias de la comunicación como fórmula materialista, y descuartiza el
manifiesto simbólico del relato hasta la desintegración de todo constructo
teórico paradigmático imperante, de todo manifiesto político, de todo mandato
moral y de toda mímesis estética.
Prescindir
semióticamente, en este texto, de ti, leyente, y relevar tu significancia al
mero supuesto de tu existencia, virtualmente manifestada en un estadio tácito
de conciencia, es caótico, así como el azar.
Por eso es
que busco en el lenguaje la combinación alfabética justa, una honestidad
etimológica que soporte la volátil desinencia de lo ultraexponencialmente
plurívoco, del salvajismo semántico de estos tiempos sin historia, la cultura
de la negación y la moral de lo falso.
Yo quiero
reconocerte en este discurso. Quiero que seas parte de él. Sé que existes y que
sin ti esto es letra muerta. La escritura es lectura. No existen sino como una
sola cosa, igual como funciona el amor que genera vida. Y el amor es pura voluntad.
Y la voluntad es el movimiento del alma. Y todo movimiento se vale de energía.
¿Cuál es la fuente de poder de esa energía? La unión, el amor, el mensaje. El
mensaje es el origen. Todo es la misma energía, una conciencia unificada, un
universo infinito de mensajes de texto.
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