martes, 21 de agosto de 2018

Mensajes de texto


Amigo. Prefiero llamarte así, a objeto de llamar tu atención y en el mejor de los casos, para mí, capturar tu interés para  que sigas esta narración. Podría haber iniciado con un “¡hey!” o con un “¡oye!”. Tal vez no haber citado sujeto alguno y haberte ametrallado a frases cortas, sin aliento, como en benji oleoducto abajo. Pero lo tácito tiene la apariencia de algo neutral, y lo neutral es tan ambiguo como egoísta. Esconderte a ti, interlocutor -en este caso lector-, no enunciarte de manera alguna, no mencionarte siquiera como ente genérico, te libra del rol, la función o el deber ser del receptor, una de las piezas primarias de la comunicación como fórmula materialista, y descuartiza el manifiesto simbólico del relato hasta la desintegración de todo constructo teórico paradigmático imperante, de todo manifiesto político, de todo mandato moral y de toda mímesis estética.
Prescindir semióticamente, en este texto, de ti, leyente, y relevar tu significancia al mero supuesto de tu existencia, virtualmente manifestada en un estadio tácito de conciencia, es caótico, así como el azar.
Por eso es que busco en el lenguaje la combinación alfabética justa, una honestidad etimológica que soporte la volátil desinencia de lo ultraexponencialmente plurívoco, del salvajismo semántico de estos tiempos sin historia, la cultura de la negación y la moral de lo falso.
Yo quiero reconocerte en este discurso. Quiero que seas parte de él. Sé que existes y que sin ti esto es letra muerta. La escritura es lectura. No existen sino como una sola cosa, igual como funciona el amor que genera vida. Y el amor es pura voluntad. Y la voluntad es el movimiento del alma. Y todo movimiento se vale de energía. ¿Cuál es la fuente de poder de esa energía? La unión, el amor, el mensaje. El mensaje es el origen. Todo es la misma energía, una conciencia unificada, un universo infinito de mensajes de texto.

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