jueves, 25 de mayo de 2017

JUAN LUIS MARTÍNEZ O LA VERDADERA REALIDAD

¿Qué se esconderá tras la puesta en evidencia, por parte de Juan Luis Martínez, de una necesidad explícita de callar? Parece que ni lo uno ni lo otro tuvieran cabida en esta obra, “La Nueva Novela”, y la nada como masa endémica se instaura con soltura y transparencia, resistiendo toda clasificación, todo atisbo de reducción, de comprensión, de opresión.
Precisamente la obra de Martínez está sumida en un período histórico ligado a la represión, donde las instituciones controladas por el sistema instaurado como un nuevo orden, traen consigo el concepto de lo dominante, o el sentido único, influyendo notoriamente en el modo en que Martínez intenta vincular su texto con el contexto.
Y no sólo será Martínez el afectado, quizá sólo sea la punta del iceberg. Ya, Nicanor Parra, en su afán por revelarse frente a la poesía marginada de la realidad, se había preocupado de desmitificar al escritor en su calidad de profeta, de adivino, aquel hombre que guiado por señales originales anunciaría, predeciría algo, o quizá, más lejos aún, interpretaría los sueños plasmados en el alma del pueblo.
Ha quedado entonces en evidencia el hombre común y corriente, el escritor hombre, un ser con la capacidad de desarmar las fundaciones de un mosaico de artificios que soportan la desnudez aparente de una modernidad.
El escritor sigue siendo un creador, pero ya no en el sentido de “iluminado”, sino de un obrero del lenguaje. Ya no es la luz de la inspiración la que desde su siempre misterioso origen insta al escritor a manifestarse, simplemente el artista siente el deseo de escribir y lo hace, utilizando para ello el concepto del “reciclaje” de los materiales en una operación que lo devela como un voyerista.
Martínez mira la realidad, la toma, para luego expulsarla a manera de deshechos fragmentados. Es, sin duda, una reconstrucción, una re-situación, la que propone Martínez a través del tamiz de su nueva mirada.
Y vemos con asombro cómo aquella institución de la “profundidad poética” cae de bruces, rendida, frente a la burla, al gesto irónico de “La Nueva Novela”.
Estamos ya en el terreno de una literatura que pretende indagar en el estadio de las formas, vinculándose más directamente a las “maneras” de operar, a los medios de organización de los materiales, y dejando petrificada en el olvido a la poesía como amuleto, como fetiche.
Pareciera que Martínez quiere deconstruir la lógica occidental aparentemente moderna, en una búsqueda desenfrenada por aspirar, por asomarse a un trozo de realidad.
Y al destrozar el sentido tradicional pasa a situarse en los pantanos de la nada, y entonces crea la duda, la incertidumbre, al tiempo en que comienza a aparecer la parodia. Pero, quizá, Martínez se haya percatado de que también el sistema de parodiar se ha ido desdibujando; muchos son los autores parodiando, entonces Martínez hace uso de la parodia, pero en la forma de pastiche, que no es más que el uso de lo ya usado.
Entonces podríamos decir que “La Nueva Novela”, tiene ocupados varios modelos, varias estrategias. Se van uniendo pequeños fragmentos, piezas, módulos, sets, y se producen vacíos. 
Al abrir el libro “La Nueva Novela” se respira aquella tendencia al desquicio, al desmembramiento, pero al mismo tiempo, las constantes citas a través de la exposición de documentos bajo la apariencia de objetos artísticos aportan una nueva mirada de la literatura. Es un nuevo sistema con normas propias y con una original metodología para re-inventar la historia. En este sentido, Martínez parece augurar la ruina de la historia.
Y será esta idea de ruina la que permitirá la reconstrucción de las formas; será el desplome a retazos de la historia lo que podemos ver a través de estos “parches” de Martínez.
Martínez vacía el lenguaje y la cultura patrocinada por la institucionalidad oficial, dándose una suerte de fusión, de dependencia entre el lenguaje como material de trabajo y los hitos culturales que lo atraviesan.
En fin, parece que hemos ingresado al abismo, podemos oscilar entre lo real y lo irreal, lo conocido y el enigma, lo concreto y lo abstracto, el jardín y la ruina. “La Nueva Novela” nos permite comprobar que la poesía da un paso invisible, transparente, entre el ser y el no ser.
Y en una evidente postura de no desear existir, Juan Luis Martínez existió aún más, hasta nuestros días, y no se mudó de aquella selva de poesía emanada de un mundo que no es este mundo, es un mundo en construcción, que está asumiendo una responsabilidad frente al hombre. En otras palabras se podría hablar de una ética de la estética ligada siempre a la lucidez y rigor.
Cuando Martínez cita a Sotoba Komachi -con la frase “Nada es real” al inicio del libro- y luego cita a André Bretón -con la frase “Todo es real” al final del libro- nos está diciendo que la realidad es insuficiente, pero al mismo tiempo reconoce a la razón como una entidad reductora, castradora. Y es el lenguaje representado por los símbolos, las letras, el que entonces explota, y quedan indefensas todas aquellas estrategias, operaciones, sistemas que dominan al mundo monopolizando el sentido cultural.
Quizá por eso es que Martínez haya puesto en evidencia su reticencia a escribir, como protesta ante la indolencia de la razón y sus secuaces que han marginado a la poesía de la realidad, reduciéndola a la calidad de ornamento, accesorio improductivo. De ahí la rebeldía de Martínez, manifestada con ironía por cierto.
Y no es más que aquel anhelo de descubrir la verdad del hombre en el Universo la que mueve al poeta. En lo que para algunos en nuestros tiempos es el inconsciente, aquella zona del hombre que no está atrapada por la censura de la lógica occidental, Martínez vislumbra infinitas abstracciones simbólicas maravillosas, que se anteponen al finito, fastidioso y decrépito análisis de la razón.
(Ensayo escrito el año 2002)

lunes, 15 de mayo de 2017

MONGA Y EL CIRCO ROMANO


La televisión abierta chilena nos sigue dando manteca para batir la tarasca durante la odiosa semana hábil. Y cuando digo televisión abierta chilena hablo de una suerte de terminal donde decantan todos los casos que supuestamente remecen los cimientos valóricos de nuestra sociedad.
www.glamorama.cl
En menos de quince días las pantallas se han teñido con espectaculares femicidios, dantescos desbordes de represas, lagos y ríos, aludes de barro arrasando con todo, fuertes temblores y amenazas de terremotos y maremotos, balaceras a plena luz del día en zonas céntricas de Viña y Valpo, Karen Paola en pelotas circulando por internet, un partido socialista que terminó siendo un partido capitalista, Piñera imputado, carabineros robando, casi todos los canales transmitiendo en vivo la cara de una mujer a la que una bestia humana le sacó de cuajo los ojos, teleseries turcas, bombardeos de película y arreglines de bigote por aquí y por allá.
En medio de esta diarrea comunicacional surge entre carcajadas el caso Monga, que nos abre a la discusión filosófica sobre el humor y sus bemoles; pero también saca a la luz la polarización política guerrafrialística que de vez en cuando manifiesta su porfía por acá en el fin del mundo.
Y es un caso muy singular, porque el personaje Yerko Puchento se supone venía a instalar en la tele chilena esa suerte de anarquía posmodernista que avanza varios pasos por delante de la pomada valórica que los partidos políticos nos vendieron desde el triunfo del "No" en adelante. Más que hacer un humor crítico Yerko Puchento viene a constatar la semántica del webeo que pareciera sostener al país en estos tiempos de extrema incertidumbre. Nos invita a reírnos de lo inocentes, por no decir imbéciles, que hemos sido, ante el abuso y la perversión de los poderosos blindados por su corte de operarios políticos y rostros de televisión o payasos vendedores. La idea es reírnos de como nos cagan, engañan, estafan, de como explotan y roban nuestros recursos naturales, de como nos baipasean con el derecho a la educación gratuita y de calidad.
Y Yerko Puchento pasa de pronto de contarnos chistes de la estupidez de la farándula a hacerlo con la descarada corrupción política. Y allí sí que hay material pa'l webeo.
Es una mezcla rara. Un personaje sexualmente ambiguo, de aspecto cursi y frívolo, surgido en medio del magma farandulero criollo, de labia agresiva, popular, interpretado por un actor izquierdoso, libreteado por un guatón facho, director creativo del Canal Trece, bajo la tipificación de rutina humorística, stand up comedy o monólogo teatral para televisión.
El programa "estelar" se emite los días jueves y obviamente al día siguiente la estación del angelito se convierte en una oficina de reclamos. También lo hace el Consejo Nacional de Televisión y de vez en cuando algún juzgado civil; aunque poco y nada se sabe de sanciones concretas, salvo los diez palos a pagar para Sarita Vásquez.
Ahora la ex ministra Cecilia Pérez hizo pública su indignación porque la trataron de Monga. Quiere que suspendan una semana las transmisiones del Trece, que le corten la cabeza a Daniel Alcaíno y que le pongan en su cuenta corriente 671 millones de pesos para poder soportar el daño terrible de haber sido comparada con el personaje de Fantasilandia. ¿Y las siete lucas del papel confort?
Entonces asoman defensores y acusadores, se arma toletole, se habla hasta por los codos en los matinales sobre el asunto, discriminación, perspectiva de género, libertad de expresión, el rol del humor en estos tiempos, misoginia, homofobia, homocinética, homo sapiens, caniulefismo, primerplanismo, animalismo.
Yo diría que todo esto no es más que el inevitable instinto clasista del chileno, genuinamente manifestado a todo nivel. La aludida es de cabeza negra, bajo ningún punto de vista de raza blanca o europea, y con apellidos bastante corrientes o al menos de escaso linaje -Pérez Jara-, integrante de un conglomerado político que precisamente representa los intereses del sector económico más pudiente del país, la derecha, relacionado siempre a las tradicionales familias aristocráticas chilenas. Ha sido vilipendiada por un actor de origen humilde, un payaso, un hombre de izquierda, empleado en un canal de televisión de propiedad de uno de los dueños de Chile. Un roto con permiso de los patrones para subir al columpio a una momia morenita. Esto es un circo romano. Así somos, así es Chile, un país de títeres entrañablemente clasistas.